El Experimento de Stanley Milgram
En los años 60, Stanley Milgram
realizó un estudio psicológico que desveló que las mayoría de personas
corrientes son capaces de hacer mucho daño, si se les obliga a ello.
La idea surgió en el juicio
de Adolf Eichmann, en 1960. Eichmann fue condenado a muerte en
Jerusalén por crímenes contra la Humanidad durante el régimen nazi. Él se
encargó de la logística. Planeó la recogida, transporte y exterminio de los
judíos. Sin embargo, en el juicio, Eichmann expresó su sorpresa ante el odio
que le mostraban los judíos, diciendo que él sólo había obedecido órdenes, y
que obedecer órdenes era algo bueno. En su diario, en la cárcel, escribió: «Las
órdenes eran lo más importante de mi vida y tenía que obedecerlas sin
discusión». Seis psiquiatras declararon que Eichmann estaba sano, que tenía una
vida familiar normal y varios testigos dijeron que era una persona corriente.
Stanley Milgram estaba muy
intrigado. Eichmann era un nombre normal, incluso aburrido, que no tenía nada
en contra de los judíos. ¿Por qué había participado en el Holocausto? ¿Sería
sólo por obediencia? ¿Podría ser que todos los demás cómplices nazis sólo
acatasen órdenes? ¿O es que los alemanes eran diferentes?
Un año después del juicio,
Milgram realizó un experimento en la Universidad de Yale que conmocionó al
mundo. La mayoría de los participantes accedieron a dar descargas eléctricas
mortales a una víctima si se les obligaba a hacerlo.
El experimento
Milgram quería averiguar con qué
facilidad se puede convencer a la gente corriente para que cometan atrocidades
como las que cometieron los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Quería saber
hasta dónde puede llegar una persona obedeciendo una órden de hacer daño a otra
persona.
Puso un anuncio pidiendo
voluntarios para un estudio relacionado con la memoria y el aprendizaje.
Los participantes fueron 40
hombres de entre 20 y 50 años y con distinto tipo de educación, desde sólo la
escuela primaria hasta doctorados. El procedimiento era el siguiente: un
investigador explica a un participante y a un cómplice (el participante cree en
todo momento que es otro voluntario) que van a probar los efectos del castigo
en el aprendizaje.
Les dice a ambos que el objetivo
es comprobar cuánto castigo es necesario para aprender mejor, y que uno de
ellos hará de alumno y el otro de maestro. Les pide que saquen un papelito de
una caja para ver qué papel les tocará desempeñar en el experimento. Al
cómplice siempre le sale el papel de "alumno" y al participante, el
de "maestro".
En otra habitación, se sujeta al
"alumno" a una especie de silla eléctrica y se le colocan unos
electrodos. Tiene que aprenderse una lista de palabras emparejadas. Después, el
"maestro" le irá diciendo palabras y el "alumno" habrá de
recordar cuál es la que va asociada. Y, si falla, el "maestro" le da
una descarga.
Al principio del estudio, el
maestro recibe una descarga real de 45 voltios para que vea el dolor que
causará en el "alumno". Después, le dicen que debe comenzar a
administrar descargas eléctricas a su "alumno" cada vez que cometa un
error, aumentando el voltaje de la descarga cada vez. El generador tenía 30
interruptores, marcados desde 15 voltios (descarga suave) hasta 450 (peligro,
descarga mortal).
El "falso alumno" daba
sobre todo respuestas erróneas a propósito y, por cada fallo, el profesor debía
darle una descarga. Cuando se negaba a hacerlo y se dirigía al investigador,
éste le daba unas instrucciones (4 procedimientos):
- Procedimiento 1: Por favor, continúe.
- Procedimiento 2: El experimento requiere que continúe.
- Procedimiento 3: Es absolutamente esencial que continúe.
- Procedimiento 4: Usted no tiene otra alternativa. Debe continuar.
Si después de esta última frase
el "maestro" se negaba a continuar, se paraba el experimento. Si no,
se detenía después de que hubiera administrado el máximo de 450 voltios tres
veces seguidas.
Este experimento sería
considerado hoy poco ético, pero reveló sorprendentes resultados. Antes de
realizarlo, se preguntó a psicólogos, personas de clase media y estudiantes qué
pensaban que ocurriría. Todos creían que sólo algunos sádicos aplicarían el voltaje
máximo. Sin embargo, el 65% de los "maestros" castigaron a los
"alumnos" con el máximo de 450 voltios. Ninguno de los participantes
se negó rotundamente a dar menos de 300 voltios.
A medida que el nivel de descarga
aumentaba, el "alumno", aleccionado para la representación, empezaba
a golpear en el vidrio que lo separa del "maestro", gimiendo. Se
quejaba de padecer de una enfermedad del corazón. Luego aullaba de dolor, pedía
que acabara el experimento, y finalmente, al llegar a los 270 voltios, gritaba
agonizando. El participante escuchaba en realidad una grabación de gemidos y
gritos de dolor. Si la descarga llegaba a los 300 voltios, el
"alumno" dejarba de responder a las preguntas y empezaba a
convulsionar.
Al alcanzar los 75 voltios,
muchos "maestros" se ponían nerviosos ante las quejas de dolor de sus
"alumnos" y deseaban parar el experimento, pero la férrea autoridad
del investigador les hacía continuar. Al llegar a los 135 voltios, muchos de
los "maestros" se detenían y se preguntaban el propósito del
experimento. Cierto número continuaba asegurando que ellos no se hacían
responsables de las posibles consecuencias. Algunos participantes incluso
comenzaban a reír nerviosos al oír los gritos de dolor provenientes de su
"alumno".
En estudios posteriores de
seguimiento, Milgram demostró que las mujeres eran igual de obedientes que los
hombres, aunque más nerviosas. El estudio se reprodujo en otros países con
similares resultados. En Alemania, el 85% de los sujetos administró descargas
eléctricas letales al alumno.
En 1999, Thomas Blass,
profesor de la Universidad de Maryland publicó un análisis de todos los
experimentos de este tipo realizados hasta entonces y concluyó que el
porcentaje de participantes que aplicaban voltajes notables se situaba entre el
61% y el 66% sin importar el año de realización ni el lugar de la
investigación.
2 comentarios:
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